Discapacidad, un mundo sin ley
En España nunca se ha cumplido una sola ley sobre discapacidad. Ni la LISMI, ni la LIONDAU, ni la LAPAD, ni la LGDPD ni la CDPD. Y jamás nadie ha asumido responsabilidad alguna por ello. El imperio de la ley no existe en el ámbito de la discapacidad. ¿Le sorprende?
Déjenme que les acabe de arruinar el día con un vaticinio facilón: aunque hagamos mucho más, pero de lo mismo, en España nunca se va a cumplir ninguna ley sobre discapacidad y no va a haber consecuencias por ello. ¿Que por qué? Porque las leyes no escritas son más poderosas que las sancionadas por los parlamentos. Estas normas fantasma constituyen el software con el cual se gestionan los elementos materiales, los apoyos (el hardware) que proporcionan las leyes formales. Sin cambiar la mirada y los valores que sustentan ese software nunca acabará de funcionar correctamente el hardware. Toca reprogramar y reprogramarnos. Algunos elementos que hasta ahora se habían presentado como parte de la solución son parte del problema.
Para entender qué son las leyes no escritas y cómo funcionan, necesitamos ampliar la idea de accesibilidad. Al fin y al cabo, estas normas invisibles son barreras que impiden el acceso efectivo a las leyes publicadas en el BOE. No se trata sólo de la tradicional usabilidad de entornos, bienes, productos y servicios, la accesibilidad a lo legislado tiene que ver con la accesibilidad al imaginario colectivo, a la creación y validación del conocimiento, a las diferentes formas de autonomía, al propio cuerpo, a la sexualidad y a la toma de decisiones sobre la vida cotidiana.
Lenguaje y pensamiento, el poder de lo simbólico
No hay pensamiento sin lenguaje ni lenguaje sin pensamiento, de modo que podríamos referirnos al lenguaje-pensamiento como a un todo en el que conviven las ideas y su expresión. Es obvio que para hackear ese imaginario colectivo al que nos referíamos, necesitamos cambiar el pensamiento y, por tanto, también el lenguaje. Habrán observado que escribo la palabra discapacidad en cursiva. Lo hago porque la idea a la que responde esa palabra debería estar, no ya en cursiva, sino entre comillas, en cuarentena, enterrada en un almacén nuclear bien profundo. La ideapalabra «discapacidad» tiene un espacio reservado junto a los otros ilustres bidones radioactivos que nos cayeron encima desde la oficialidad; subnormal, minusválido, inválido, etc.
Cualquier baremo de los que deciden si alguien tiene discapacidad o no, se basa en seleccionar una serie de capacidades (vinculadas a la idea de productividad, ¿a quién le importa si amas o ríes?), medirlas bajo el criterio capacitista de «hacer las cosas por ti mismo» (hay un rechazo explícito a otras formas de autonomía) y a partir de ahí se valora cuánto de incapaz eres. Además de feo y faltón, es un sistema poco eficaz, no describe bien la realidad, no funciona. Por ejemplo, este sistema emite un certificado oficial diciendo que soy discapacitado en grado 100% (panda de cabrones) y, al mismo tiempo, otro igual de oficial que me acredita como licenciado en matemáticas. Algo falla. Lógico, es una manera de mirar sesgada (¿desde cuándo la vida se reduce a producir?), poco realista (nadie vive «por sí mismo», vivimos en comunidad) y capacitista (hay otras formas de autonomía).
Entonces, si la idea de discapacidad es fea y funciona mal, ¿qué debemos decir? Mala pregunta, la cuestión es ¿qué queremos decir? Ya basta de que la industria de la discapacidad (prestadores de servicios, profesionales, expertos…) nos diga cómo debemos nombrarnos.
Nos toca pensar y hablar por nosotras mismas, aunque sea para equivocarnos. Nada nuevo bajo el sol, lo mismo que en su momento hicieron las mujeres, las minorías racializadas, las sexualidades no normativas, etc. Desde el Movimiento de Vida Independiente llevamos cerca de 14 años haciéndonos la pregunta y, de momento, la respuesta que más nos satisface es «diversidad funcional». La idea es cambiar el eje de pensamiento: de las capacidades individuales a la gestión comunitaria de la diversidad humana.
No se trata de ser políticamente correctos, sino de ser políticos. Es decir, la idea de discapacidad nos remite a «cómo de improductivo resulta un individuo al desconectarlo de la comunidad», sitúa el problema en la persona. Sí, ya sé, se habla de la interacción entre la deficiencia (sic) y el entorno, pero al final es la persona la que tiene el certificado de discapacidad, no el entorno. El problema pasa de personal a político cuando decimos que lo que describe nuestra realidad es una discriminación sistemática (esto es político, esto atañe a la comunidad) contra las diferentes maneras de funcionar, de hacer las cosas. En lugar de «personas discriminadas por nuestras diferencias funcionales», que sería lo explícito, elegimos «personas con diversidad funcional» para hacer énfasis en lo positivo (diversidad) y por simplicidad (el contexto histórico y social ya nos informa de que lo decimos sólo en caso de discriminación sistémica).
Sexualidad y cultura, nos tratan como nos ven
En su momento, el modelo social de la discapacidad fue de gran ayuda al establecer que no era la persona la que debía amoldarse al medio social, sino éste el que debía transformarse. Pero no es suficiente, se quedó corto. El cuerpo, no sólo no es el problema, sino que es la solución. Resulta imprescindible romper con la mirada infantilizadora sobre la diversidad funcional, si se nos ve como niños se nos trata como tales, y eso hace que se siga pensando que las situaciones de dependencia son «naturales» y que es parte de la solución estar «seguro y protegido» internado en una institución o a cargo del amor familiar. La herramienta más potente para acabar con la infantilización es visibilizarnos como seres sexuados y sexuales, como cuerpos que desean y son deseables. Hay que sexualizar la diversidad funcional para desinfantilizarla, para desnaturalizar las situaciones de dependencia y la instititucionalización. Hay que sexualizar la diversidad funcional para politizarla, para que pesen más las leyes escritas y cambien las no escritas.
Transformar el imaginario colectivo de la diversidad funcional, haciéndolo accesible, es un trabajo ingente, a realizar desde la cultura, el arte y los medios de comunicación. Y con hacerlo accesible no me refiero (sólo) a la subtitulación, audiodescripción e interpretación en lengua de signos, sino a la creación de los propios contenidos. Para la inmensa mayoría resulta más cotidiano un viaje interplanetario que tomar un café con una persona con diversidad funcional. Lo primero ha sido instalado en nuestras mentes por la cultura, lo segundo sigue pendiente de un relato cultural rico y denso, que vaya más allá de los estereotipos polarizados: sólo se nos representa, bien como el desgraciado absoluto que busca una mejor vida a través de la curación (Teletón) o el suicidio (Mar adentro), o bien como el gran héroe inspirador de «los normales (Campeones). La cultura no describe la realidad, la crea. La realidad es un entramado de decisiones individuales y consensos colectivos. Por ejemplo, ante un bus sin rampa y alguien que se desplaza en silla de ruedas, podemos hacer dos relatos:
A) La persona no puede subir al bus porque sus piernas están mal.
B) A la persona no le dejamos subir al bus imponiéndole buses mal hechos.
¿La realidad es (a) o (b)? Cada cual tiene que decidir, primero personal y luego colectivamente, nadie puede ni debe tomar esas decisiones por nosotras. La cultura también debe decidir si crea la realidad (a) o la (b).
Formas de autonomía para hacer accesible el cuerpo
Si algo hay aún más potente que la cultura para cambiar la mirada sobre una cierta realidad, es la convivencia. Por eso resulta clave la idea de inclusión, es decir, que las personas con diversidad funcional podamos participar en todos los ámbitos sociales en igualdad de oportunidades. A lo largo de las últimas décadas hemos aprendido que la inclusión, además de ser la mejor estrategia para que las minorías ejerzan sus derechos de forma efectiva, transforma el medio social mejorándolo para el conjunto de la ciudadanía.
Así, la escuela inclusiva dispone de más y mejores herramientas pedagógicas para atender a todo el alumnado, el transporte accesible resulta más seguro y confortable para cualquiera, y lo mismo podríamos decir de la arquitectura o el urbanismo, por ejemplo. Incluir la diferencia es un motor de transformación social, arrinconarla o asimilarla perpetúa las desigualdades. A nivel de políticas públicas, esto se traduce en que los servicios generales (los que se dirigen a toda la población, como educación, salud, transporte, vivienda, etc.) deben ser inclusivos, evitando la generación de servicios especiales (generales restringidos a un grupo, como la escuela especial, transporte especial, etc.) y complementándolos con servicios específicos (dirigidos sólo a personas con formas de autonomía minoritaria, como la asistencia personal, intérprete de lengua de signos, etc.).
Distinguir correctamente «específico» de «especial» resulta clave. Mientras lo primero supone un reconocimiento y valoración de la diferencia que hace posible la inclusión, lo segundo arrincona la diferencia perpetuando la segregación. En este sentido, la asistencia personal es un apoyo fundamental para asumir y poner en valor que hay otras formas de autonomía, minoritarias, pero igual de humanas, reales y, por tanto, valiosas. Muchas personas con diversidad funcional hacemos las cosas con las manos de otra persona y nuestras propias decisiones. Por eso, muchas veces utilizamos la metáfora de que «el asistente es nuestras manos». Así, la asistencia personal convierte en accesible el conjunto de las tareas cotidianas para las personas que tenemos esta forma de autonomía. De ahí que la CDPD la sitúe como una obligación de los Estados para hacer efectivo el derecho humano a una vida independiente.
Es importante entender que no es la persona asistente quien realiza las tareas, las realizamos las personas con diversidad funcional, a nuestra manera, con las manos del asistente y nuestras decisiones. Es decir, no me peina mi asistente, me peino yo, a mi manera, con sus manos y mis decisiones. Suele resultar más fácil aceptar esta forma de autonomía cuando el apoyo no es humano sino tecnológico.
Por ejemplo, cuando me desplazo con mi silla de ruedas eléctrica todo el mundo entiende que la silla no me está paseando, me paseo yo, a mi manera, con sus ruedas y mis decisiones. Puede parecer
un juego de palabras, pero la distinción es trascendental, porque no es lo mismo vivir siendo un objeto sobre el que intervienen otros con sus decisiones, que vivir siendo un sujeto que toma sus propias decisiones sobre su cuerpo y las tareas que conforman su cotidianidad. Es por eso que la asistencia personal no es un trabajo
del ámbito de los cuidados (no nos cuidan) sino de los autocuidados (nos cuidamos a nuestra manera).
De la misma manera, esta forma de autonomía minoritaria, requiere de un apoyo humano de carácter instrumental (ni terapéutico ni educativo) para las tareas cotidianas vinculadas a la sexualidad.
La mayoría de personas exploran su cuerpo y se masturban con sus propias manos y decisiones. Una minoría, como se explicaba en el punto anterior, lo hacemos con las manos del asistente y nuestras decisiones. También es posible que, cuando se desea llevar a cabo prácticas sexuales entre dos personas con diversidad funcional, se requiera de apoyo para tener determinadas posiciones o movimientos, esto también forma parte de las tareas propias de la asistencia sexual. Es fundamental entender que, a partir de esta definición de asistencia sexual, la persona asistente no es alguien con quien tener sexo, sino un apoyo para tener sexo con uno mismo o con otras personas que no son el asistente. Así, la asistencia sexual convierte en accesible nuestro propio cuerpo a nivel sexual.
Reconocer la forma de autonomía minoritaria de hacer las cosas con las manos de otra persona y las propias decisiones implica reconocer la asistencia sexual como un derecho, con la misma justificación y al mismo nivel que la asistencia personal. En este sentido, la figura profesional de la asistencia sexual resulta un terreno de intersección: por un lado, los roles son exactamente igual que los de la asistencia personal, mientras que las tareas corresponden al ámbito de los trabajos sexuales. Como tal, tiene su propio marco y es importante delimitarlo con claridad para que ambas partes, quien presta el apoyo y quien lo recibe, sepan qué es lo esperable y lo que no de esa interacción. Por ejemplo, el surrogate tiene un marco terapéutico, la prostitución y el acompañamiento íntimo y erótico permiten pactar cualquier práctica sexual. Son diferencias clave para entender en qué y cómo puede dar apoyo cada tipo de servicio.
Cuando se hace referencia a «tomar las propias decisiones» es crucial asumir que hay diferentes maneras de llevar a cabo esa toma de decisiones. Las personas con diversidad intelectual pueden decidir muchas cosas por sí mismas, otras cosas las pueden decidir con un apoyo en el proceso de toma de decisiones y algunas otras cosas no pueden decidirlas y hay que interpretar su voluntad. Este «mapa de decisiones» es un proceso personal, no de trazo grueso por diagnóstico o grado, y continuo, siempre adaptándose a los cambios vitales. Su construcción y mantenimiento requiere de un trabajo conjunto entre la propia persona con diversidad intelectual, sus asistentes (tanto personales como sexuales) y la persona garante, experta en derechos y responsable de que la asistencia funcione correctamente. También puede haber otras figuras de apoyo en todo el proceso, como los círculos de apoyo o el intérprete vital. Una vez más, es fundamental reconocer esta forma minoritaria de autonomía personal, única manera de que las personas con diversidad intelectual vivan como sujetos que toman sus decisiones, a su manera y no como objetos sobre los que otros toman decisiones.
Hacer diferente
En definitiva, como apuntaba al principio del artículo, no trata (sólo) de hacer más, sino de hacer diferente. Hay que convertir en accesible la ley escrita, trabajando las leyes no escritas a través del lenguajepensamiento y de la cultura. En particular, resulta imprescindible sexualizar la diversidad funcional para romper la mirada infantilizadora. Y es urgente reconocer formas de autonomía minoritarias que permiten hacer accesible el propio cuerpo en relación a las tareas cotidianas (asistencia personal) y a la sexualidad (asistencia sexual). La accesibilidad, en este amplio sentido, no es (sólo) un conjunto de saberes técnicos, sino un posicionamiento personal y colectivo sobre cómo decidimos cual es la realidad de las diferencias funcionales, si las abordamos como un problema o como un motor de transformación social.
CENTENO ORTIZ, A. (2019). ”Accesibilidad al imperio de la ley y al propio cuerpo”. Publicación original: Revista de Asociación Española de Profesionales de la Accesibilidad Universal, abril 2019, n.3, pág.9-15. ISSN 2659-4293.
- Autor: Antonio Centeno
- Ilustraciones: Valentina Cardellino
- Diseño: Juan Miguel Ubarlucea