Cuando me rompí el cuello tenía trece años. Mi madre me acompañaba en el hospital, durante meses prácticamente vivió allí conmigo. Fue una época terrible. El dolor, el miedo y un desconcierto vital absoluto empantanaban los días y alargaban las noches. A veces mirábamos la tele, cualquier cosa. Recuerdo cómo se enfadaba ella cuando en el Telediario salía alguna noticia sobre Ramón Sampedro. Sinvergüenzas, ¿por qué sacáis siempre a este?
gritaba fuera de sí. Y tú no mires
niño, me decía la pobre mamá. Pero yo miraba. De alguna manera tenía que construir mi nuevo yo y, al fin y al cabo, Ramón era el único tetrapléjico que conocía. A día de hoy, pocos más conocería si fuera por los medios de comunicación y por el mundo del arte y la cultura. Tenemos al suicida (Sampedro), al enfermo que intenta curarse (Christopher Reeve Superman), al genio (Hawking) y poco más. Es obvio que la diversidad funcional se representa muy escasamente y de forma estereotipada, siempre al servicio de los normales, ya sea para inspirarlos o para justificar sus privilegios capacitistas.
Una forma de explicar este estado de cosas es complaciente con la cultura. Viene a decir que la cultura es una víctima más del capacitismo. Como las personas con diversidad funcional vivimos segregadas en espacios especiales para gente especial (escuela especial, centro de día, residencia, centro especial de trabajo, transporte especial,..) el arte no se entera de que existimos. Bull shit. Es al revés. La representación cultural de la diversidad funcional es la principal causa de la segregación, de la discriminación sistemática y de la violencia contra las personas con diversidad funcional. Quienes producen, crean, distribuyen y comercializan arte y cultura son responsables de cómo se nos mira, de cómo se valoran nuestras vidas y, en última instancia, de cómo se actúa política y personalmente en relación a la diversidad funcional. La cultura nos está matando. Cuando nos lleguen noticias sobre asesinatos en residencias (o en domicilios familiares sin apoyos) o sobre bullying a jóvenes con diversidad funcional u otras formas de violencia por odio al diferente tengamos presente que podría haberse evitado con una representación cultural distinta a la que sufrimos desde siempre.
Plantear así la relación entre representación cultural y violencia capacitista genera rechazo. La buena gente llena de buenas intenciones se indigna con los desagradecidos que no valoramos suficientemente su esfuerzo para hacernos visibles, para darnos voz. Y, acto seguido, sueltan toda una paternalista retahíla de razones para hacernos entender que no es culpa suya.
NohayviolencianoestamostanmalsehaavanzadomuchoesporvuestrobientenemosqueprotegerostengounprimoqueestácontentodevivirenunaresidencialaleyeslaleyhayquecambiarlasleyesestodelavidaindependienteesdemasiadocarocapacitismoquéesamuchasmujereslesgustacuidarlasfamiliasestánparaesotienesqueaceptarlarealidadlagentepideresidenciasdebeshacermantenimientoqueprontollegarálacuraintocablenoestabatanmalelEcheniquetambiénsalíaenlostelediarioslasociedadnoestápreparadalagentevavoluntariamentealasresidenciasyonopodríaestarasísoisunoscampeones…pollasenvinagre…ytalytal
No nos encierran porque sea mejor para nosotros. Existe consenso científico sobre cómo la vida independiente posibilita el ejercicio de derechos y libertades fundamentales, mejora la calidad de vida y previene contra el abuso y la violencia. No nos encierran porque los apoyos para hacer vida independiente sean demasiado caros. Hay multitud de estudios que señalan una mayor eficiencia económica del modelo comunitario respecto al institucionalizador. No nos encierran porque las leyes estén mal. La normativa estatal y autonómica, así como la Convención de la ONU sobre los derechos de las personas con discapacidad, establecen el derecho a la vida independiente de las personas con diversidad funcional y la obligación de los poderes públicos de proporcionar los apoyos necesarios para garantizarlo. Nos encierran porque la cultura ha convencido a todo el mundo de que si no nos suicidamos ni nos curamos ni somos fantásticos nuestras vidas resultan tan incomprensibles como prescindibles.
La última muestra de esta cultura de la prescindencia es la obra de teatro Fantàstic Ramon. Nace una criatura que resulta ser un muñeco de trapo. En un ejercicio de deshumanización máxima se presenta a la “persona” con diversidad funcional como un objeto, sin ningún tipo de agencia, sin nada que decir, sin voluntad ni deseo. En palabras de la autora «Tiene vida gracias a la relación que los demás tienen con él» El personaje no experimenta ningún tipo de evolución, más que convertirse cada vez en una carga más y más pesada para sus padres. Estos acaban renegando de haber intentado que el pueblo aceptara a su hijo, arrepintiéndose de no haberle llevado a un centro especial y, finalmente, abandonándolo a manos de una turba enfurecida que le mata colgándole del campanario.
En un punto de la trama el muñeco “habla” a través de Margarida (un personaje normativo adalid de la inclusión) y monta un consultorio tipo gurú-coach que atrae a gente de todas partes. Incluso se genera un incipiente movimiento sectario en el que los normales se iluminan contra el capitalismo productivista y deciden no mover el cuerpo nunca más. Una grosera referencia a “Amor de monstruo” que destroza el empoderamiento crip de la obra original dejando claro que el muñeco ni piensa ni habla, que se trata de los desvaríos de una loca que necesita a los anormales para sentirse realizada. Margarida encarna la idea de que la inclusión y el orgullo crip son tonterías a medio camino entre la ingenuidad, la corrección política y la patología psicológica.
En la obra también existen personajes normativos interpretados por actrices y actores con diversidad funcional que cargan con el grueso de la comicidad de la pieza. Yo no sé ver la gracia en los textos que hacen reír al público. Me dio toda la sensación de que sólo se reían porque eran dichos por personas con diversidad funcional haciéndose pasar por normales. La desadecuación del gesto, de la dicción o de la duda declamatoria son el motor de una hilaridad capacitista cutrísima. Me consta el talento del equipo actoral con diversidad funcional, el trabajo titánico que han tenido que afrontar y, por sus declaraciones públicas, la buenísima experiencia personal que todo ello les supone. Pero en esta obra su talento y su trabajo están al servicio de un mal enfoque político y artístico.
Más allá de Fantàstic Ramon, habría que hacer algunas reflexiones sobre el proyecto en el que se enmarca, el Ànima Lliure (Alma Libre). Por un lado, hay que agradecer a la dirección del Lliure haberse puesto manos a la obra para visibilizar la diversidad funcional. Necesitamos como el agua una representación cultural transformadora de esta realidad. Y la cultura también necesita llenarse de diversidad como motor creativo de contenidos y formas expresivas. Esperamos que más entidades artísticas, especialmente las subvencionadas con fondos públicos, tomen nota y hagan su trabajo. Ahora bien, ¿haríamos un planteamiento como el de Ànima Lliure si quisiéramos visibilizar a otros grupos humanos discriminados? Por ejemplo, ¿haríamos un Ànima Lliure trans? ¿Un Ànima Lliure racializado? Obviamente no. Deberíamos abordar la discriminación por diversidad funcional de forma análoga a cómo abordaríamos otras discriminaciones. Con formación, trabajo en red y voz propia en primera persona. ¿Alguien cis/blanco liderando un Ànima Lliure trans/racializado? Creo que no. Y el nombre… ¿Ànima? Basta de buena gente con buenas intenciones elevándose a los cielos para salvarnos, por favor. La cultura nos está matando. Y, además, sin nosotros, la cultura se está muriendo.