Sillas de ruedas en los pasillos de una institución

¿En qué se parece una empresa cárnica a una residencia?

El Coronavirus y el encierro

Andrea García-Santesmases y Joan Moya

En una entrevista del pasado día 20 de marzo en el programa matinal de Radio Nacional de España, Carlos Baute sentenciaba en relación al coronavirus que «este virus trajo la palabra igualdad: ante el Covid-19 somos todos iguales». Esta idea ha sido recurrente a lo largo de estos últimos meses: ha aparecido en entrevistas a famosos cantantes o deportistas que explicaban lo duro de sus confinamientos, ha circulado por grupos de whatsapp en forma de carta fake de Bill Gates e incluso ha sido usada por algunos arzobispos para probar cómo Dios nos creó a todos por igual. Pero, ¿cuán veraz es esta afirmación?

La mirada médica rápidamente ha cooptado la búsqueda de respuestas, y los recursos, ante tan inesperada crisis y muchos de sus estudios ya han mostrado cómo esta idea no se sostiene. Las llamadas “condiciones previas” han aparecido como un elemento determinante para explicar el desarrollo de la enfermedad; no todos los cuerpos son iguales ante la Covid. Pero ni siquiera estos cuerpos más vulnerables al virus se pueden entender desligados de su contexto, como nos muestran los datos recogidos estos meses en Louisiana, al sur de los EEUU, donde casi el 77% de los pacientes con COVID-19 hospitalizados son afroamericanos mientras que estos representan solo el 30% de la población del Estado. Datos que en nuestra realidad más próxima se repiten con patrones similares cuando en Catalunya los estudios hechos por la Generalitat muestran cómo el nivel socioeconómico determina las posibilidades de contraer la Covid-19, o cómo en la ciudad de Barcelona no es lo mismo vivir en la zona de Nou Barris que en el barrio de Pedralbes. Y es que incluso las afectaciones previas están íntimamente ligadas a las vidas de los diferentes «todos» que el «todos somos iguales» olvida. Una mala alimentación, el impacto del trabajo sobre la salud, los niveles de estrés… forman parte de las desigualdades que atraviesan nuestros cuerpos y los vulnerabilizan ante el virus.

Pero estos mismos datos también nos muestran cómo necesitamos añadir una capa más al análisis, más allá de un cuerpo que contrae la Covid-19, para entender por qué no somos un «todos» homogéneo. La exposición al virus es un elemento determinante, y hoy vemos como el Segrià es uno de los focos de diseminación más problemáticos a causa de las condiciones de vida de las personas que trabajan en el campo, o como la Segarra, centro neurálgico del sector cárnico en Catalunya, se ha tornado una de las zonas más afectadas debido a las características de estos centros de trabajo. Ambos casos comparten la disposición de espacios pequeños, donde muchas personas se encuentran en condiciones paupérrimas. Parece evidente que no somos iguales. El virus se ceba especialmente con la precariedad, la pobreza… y en estos dos últimos casos vemos cómo también lo hace con el hacinamiento. Y aquí es dónde este texto pretende poner el foco, ¿en qué se parece una cárnica a una residencia?

Sabemos que el virus sí entiende de edades y las personas mayores son un colectivo especialmente vulnerable, sin embargo, de nuevo, no todas las personas mayores lo son de la misma forma, las más afectadas han sido aquellas que viven en residencias. Estas instituciones se han convertido en un agujero negro durante la pandemia, en las que desaparecía personal, recursos y, sobre todo, residentes. No es casualidad que en aquellos sitios, como la Comunidad de Madrid, vanguardia en privatizaciones y recortes, el número de muertes sea especialmente dramático. Y con estos datos no estamos aludiendo simplemente a la discusión sobre quién debe morir primero (la espinosa cuestión del cribaje y sus tintes eugenésicos) sino a la urgente reflexión ética en torno a cómo morir. Ahora que amaina el huracán, van saliendo los testimonios de trabajadores y familiares que explican no solo que a los ancianos se les dejó morir, sino que se les condenó a una muerte en soledad, sin acompañamiento humano ni terapéutico. Y el ensañamiento continuó una vez acontecida la defunción, ya que los cadáveres permanecieron horas, cuando no días, abandonados, y no pudieron ser velados ni despedidos.

En contra de lo que muchos piensan, este terrorífico relato no se limita a la gente mayor. Otros colectivos, como son las personas con diversidad funcional o diagnósticos de problemas de salud mental grave han visto igualmente mermados sus derechos y amenazada su propia condición de existencia. Las residencias en las que viven muchos de ellos se han convertido, aún más, en espacios de encierro perpetuo, en las que se han producido muertes y abandonos igualmente silentes y silenciados. Vemos, por tanto, que el problema es la institucionalización de ciertos colectivos que viven hacinados, sin espacios para la intimidad ni el desarrollo de la individualidad ni, por tanto, en relación al tema que nos ocupa, para la mal llamada “distancia social”. Sin llegar al panorama dantesco de las residencias, otros espacios semi-residenciales, como los pisos tutelados, las viviendas compartidas o los centros de día, también se han visto gravemente afectados.

Por otra parte, el otro gran colectivo implicado, víctima o verdugo según el medio de comunicación que se consulte, es el personal sanitario que trabaja en estas instituciones.

Cuando hablamos de este colectivo debemos ir un poco más allá de la supuesta neutralidad de la bata blanca y preguntarnos por quiénes realizan estos trabajos y en qué condiciones. El propio cuerpo médico está feminizado y la presencia de mujeres aumenta vertiginosamente cuando más bajamos en la pirámide de retribución económica y prestigio social. En escalones más bajos se cruza la variable racialización y ya no son solo las mujeres las que más cuidan, y las que lo hacen en condiciones más precarias, sino que son las mujeres racializadas. Cuanto más se parezcan las residencias a las instituciones totales que definía Goffman, mayor será la alienación de residentes y trabajadoras y peores sus condiciones de trabajo, y de vida. Debemos poner en valor los cuidados, dándoles el valor de centralidad que tienen en el sostenimiento de la vida, y en el acompañamiento de la muerte.

Es evidente pues el por qué las residencias han estado en el punto de mira de numerosas asociaciones del campo de la diversidad funcional, que reclaman contundencia en la consecución de medidas que escapen de estos modelos sostenidos en la exclusión y la deshumanización, y que piden a las autoridades competentes, a nivel estatal y europeo, que aseguren tanto el derecho a la vida como el derecho a gozar del más alto nivel posible de salud sin ser discriminadas por su diversidad funcional, tal como establece la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad. No podemos seguir buscando soluciones basadas en una idea medicalizada de lo que es la vida, no se trata de securizar las residencias, nadie quiere vivir en un hospital, sino humanizarlas, convertirlas en espacios donde se preserve la intimidad, se potencie la toma de decisiones y se proteja la propia individualidad de la persona. Donde el personal sanitario esté destinado al cuidado, el acompañamiento y el apoyo, no al control.

Un trabajo que debe además ir de la mano de un paulatino desmantelamiento de estas soluciones habitacionales, y desplazar el modelo hacia recursos concebidos en base a los Derechos Humanos de las personas en situación de dependencia. En este sentido parece indispensable apostar decididamente por propuestas innovadoras, que conecten de forma encarnada con las vidas de las personas a las que se dirigen, como son los modelos de Vida Independiente, incluso en los casos en que más se cuestionan, como es el caso de las personas con discapacidad intelectual. Estos modelos, muy a menudo impulsados desde los propios colectivos afectados, no solo permiten incrementar y reforzar los sistemas de inclusión y vida en la comunidad, sino que permiten además ajustarse mucho mejor a las situaciones de incertidumbre que cada vez más atraviesan nuestras vidas.

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